Decir que la SGAE es, desde el punto de vista del propio creador, un lobby institucionalizado que encarna a una especie de posmoderna perversión de los ideales de Robin Hood, robando a los pobres para dárselo a los ricos, no es, ni mucho menos, una afirmación excesivamente original, aunque sí la descarnada constatación de un hecho.
A modo de ejemplo, cuando quise editar el DVD con mi cortometraje La Espiral de Lug, el responsable de la empresa de duplicado tuvo que realizar las copias en el extranjero, pues, al no ser yo miembro de la Logia, se arriesgaba a que le cerraran el chiringuito: al parecer, estaba vulnerándome mis propios derechos de autor. Claro que la otra opción era pasarme al lado oscuro de la fuerza, firmar un contrato con mi sangre y pagar las cuotas de inscripción en la SGAE, para que éstas, junto con una parte de los miserables beneficios generados por la venta de mi DVD, se los repartieran entre Ramoncín, Joaquín Sabina y la Pantoja.
Pero también es cierto que vivimos en una sociedad en la que impera un pensamiento extremadamente simplista y maniqueo, dotado de la misma complejidad conceptual que una película de Chuck Norris. Y es que ahora resulta que, al ser la SGAE una mafia, la conclusión a la que todos deberíamos llegar es que se han de suprimir los derechos de autor.
Pero los defensores de esta idea no lo dicen para ahorrarse unas pelas, no. Sino por el bien de la Humanidad. En otras palabras, para lograr la liberación del arte y del pensamiento, la democratización de la cultura y con el objeto de que, en definitiva, cualquier persona, por muy humilde que sea su condición, pueda tener a su alcance -gracias a un ordenador de última generación y una conexión de banda ancha- toda la creación artística producida por la Humanidad al completo.
Hagamos una demostración empírica de ello.
Voy a realizar varias consultas en el buscador de un programa de esos que todos tenemos instalados, de los de bajarse cosas por la cara, para sondear los intereses e inquietudes culturales de los internautas. Primeramente, tecleo “Miguel de Cervantes” y aparecen 120 archivos. A continuación, busco cualquier cosa relacionada con “Jenna Jameson” y salen 6.800. Busco algo sobre “Nietzsche” y surgen 49 documentos. Más tarde hago lo mismo con “Star Wars” y salen 8.143. Busco “Richard Wagner” y aparecen 83. Finalmente escribo “Britney Spears” y el programa muestra 7.130.
¿Y qué me encontraré al teclear “Termópilas” en el Google? ¿Acaso algún sesudo y extenso estudio erudito acerca de las Guerras Médicas y sus consecuencias históricas? Pues no, cliqueo lo primero de la lista y aparece la foto de un Master del Universo anabolizado matando a un ninja-talibán con cara de zombie.
Ahora hagamos una encuesta… ¿sabría usted decirme quién es uno de los músicos de Rock que en más demandas por plagio ha estado relacionado? No, no es Manolo Kabezabolo ni los Gigatrón, sino Elvis Presley. Y mucho me temo que sus demandantes no fueron ominosos lobbys ni todopoderosas corporaciones discográficas, sino más bien humildes y desconocidos músicos de Rhythm’n’blues de raza negra, cuya obra fue vampirizada sin compasión. En fin, por muy libertaria que pueda parecer esta idea, todos sabemos quiénes serían los mayores beneficiarios al suprimirse los derechos de autor. Después de todo, ¿por qué pagaría una productora el sueldo a un compositor o guionista, si puede meterle mano a la obra de algún autor desconocido por la cara?
Hará unas semanas, sentado en el autobús, escuché a un adolescente explicarle a su abuelo todo lo que podía hacer con su ordenador. Creo que no dijo nada que fuera legal. Hace poco también escuché a otra persona hablar de la cantidad de música que tiene gravada en DVDs. Automáticamente, hice algunos cálculos mentales y tras ello no pude evitar alcanzar esta profunda reflexión: ¿quién puede tener tiempo suficiente como para escuchar 100 Gigabytes de música en formato mp3?
Y no hablo sólo de comprar discos, sino de algo mucho más profundo. ¿Alguien recuerda aquellas entrañables cintas TDK o Sony de 90, que eran entregadas ceremoniosamente a ese privilegiado amigo poseedor de apenas una cincuentena de discos? Su retorno a nuestras manos, albergando en su interior aquel par de ansiados elepés –y alguna canción de relleno-, era como la llegada de los Reyes Magos en nuestra infancia, un auténtico regalo para nuestros oídos que escuchábamos una y otra vez con deleite. Pero ahora ¿qué queda de todo eso?
Vivimos rodeados de individuos afectados por un severo síndrome de Diógenes Friki, que dedican su tiempo a atesorar incansablemente gigas y gigas de música, cine y videojuegos, a los que, en el mejor de los casos, sólo van a reproducir una vez en su vida. Gente que padece un desaforado, estúpido y estéril afán coleccionista que, al igual que el nuevo rico que sólo compra libros para decorar su salón, tiene como único objeto el poder presumir de lo que tiene. Pero, al mismo tiempo, esta gente se escandaliza cuando les suben diez céntimos el precio del DVD virgen. No les preocupa el Euribor, ni la gasolina o el IPC, no: sólo los putos DVDs.
Admitámoslo: si el ordenador nos resulta una herramienta tan útil es porque, en gran medida, su uso está asociado al consumo de una cantidad brutal de material pirata. Algo que supone un gran negocio para unas empresas de hardware que no son precisamente OGNs, y que ha hecho que toda una generación de jóvenes haya crecido creyendo que Internet es una especie de surtidor sin límites, un grifo que sólo hay que abrir para encontrarse ante toda la música, cine y entretenimiento que deseen, de forma gratuita. Un bien cuyo valor nunca podrán llegar a apreciar, al no costarles absolutamente nada.
A modo de ejemplo, cuando quise editar el DVD con mi cortometraje La Espiral de Lug, el responsable de la empresa de duplicado tuvo que realizar las copias en el extranjero, pues, al no ser yo miembro de la Logia, se arriesgaba a que le cerraran el chiringuito: al parecer, estaba vulnerándome mis propios derechos de autor. Claro que la otra opción era pasarme al lado oscuro de la fuerza, firmar un contrato con mi sangre y pagar las cuotas de inscripción en la SGAE, para que éstas, junto con una parte de los miserables beneficios generados por la venta de mi DVD, se los repartieran entre Ramoncín, Joaquín Sabina y la Pantoja.
Pero también es cierto que vivimos en una sociedad en la que impera un pensamiento extremadamente simplista y maniqueo, dotado de la misma complejidad conceptual que una película de Chuck Norris. Y es que ahora resulta que, al ser la SGAE una mafia, la conclusión a la que todos deberíamos llegar es que se han de suprimir los derechos de autor.
Pero los defensores de esta idea no lo dicen para ahorrarse unas pelas, no. Sino por el bien de la Humanidad. En otras palabras, para lograr la liberación del arte y del pensamiento, la democratización de la cultura y con el objeto de que, en definitiva, cualquier persona, por muy humilde que sea su condición, pueda tener a su alcance -gracias a un ordenador de última generación y una conexión de banda ancha- toda la creación artística producida por la Humanidad al completo.
Hagamos una demostración empírica de ello.
Voy a realizar varias consultas en el buscador de un programa de esos que todos tenemos instalados, de los de bajarse cosas por la cara, para sondear los intereses e inquietudes culturales de los internautas. Primeramente, tecleo “Miguel de Cervantes” y aparecen 120 archivos. A continuación, busco cualquier cosa relacionada con “Jenna Jameson” y salen 6.800. Busco algo sobre “Nietzsche” y surgen 49 documentos. Más tarde hago lo mismo con “Star Wars” y salen 8.143. Busco “Richard Wagner” y aparecen 83. Finalmente escribo “Britney Spears” y el programa muestra 7.130.
¿Y qué me encontraré al teclear “Termópilas” en el Google? ¿Acaso algún sesudo y extenso estudio erudito acerca de las Guerras Médicas y sus consecuencias históricas? Pues no, cliqueo lo primero de la lista y aparece la foto de un Master del Universo anabolizado matando a un ninja-talibán con cara de zombie.
Ahora hagamos una encuesta… ¿sabría usted decirme quién es uno de los músicos de Rock que en más demandas por plagio ha estado relacionado? No, no es Manolo Kabezabolo ni los Gigatrón, sino Elvis Presley. Y mucho me temo que sus demandantes no fueron ominosos lobbys ni todopoderosas corporaciones discográficas, sino más bien humildes y desconocidos músicos de Rhythm’n’blues de raza negra, cuya obra fue vampirizada sin compasión. En fin, por muy libertaria que pueda parecer esta idea, todos sabemos quiénes serían los mayores beneficiarios al suprimirse los derechos de autor. Después de todo, ¿por qué pagaría una productora el sueldo a un compositor o guionista, si puede meterle mano a la obra de algún autor desconocido por la cara?
Hará unas semanas, sentado en el autobús, escuché a un adolescente explicarle a su abuelo todo lo que podía hacer con su ordenador. Creo que no dijo nada que fuera legal. Hace poco también escuché a otra persona hablar de la cantidad de música que tiene gravada en DVDs. Automáticamente, hice algunos cálculos mentales y tras ello no pude evitar alcanzar esta profunda reflexión: ¿quién puede tener tiempo suficiente como para escuchar 100 Gigabytes de música en formato mp3?
Y no hablo sólo de comprar discos, sino de algo mucho más profundo. ¿Alguien recuerda aquellas entrañables cintas TDK o Sony de 90, que eran entregadas ceremoniosamente a ese privilegiado amigo poseedor de apenas una cincuentena de discos? Su retorno a nuestras manos, albergando en su interior aquel par de ansiados elepés –y alguna canción de relleno-, era como la llegada de los Reyes Magos en nuestra infancia, un auténtico regalo para nuestros oídos que escuchábamos una y otra vez con deleite. Pero ahora ¿qué queda de todo eso?
Vivimos rodeados de individuos afectados por un severo síndrome de Diógenes Friki, que dedican su tiempo a atesorar incansablemente gigas y gigas de música, cine y videojuegos, a los que, en el mejor de los casos, sólo van a reproducir una vez en su vida. Gente que padece un desaforado, estúpido y estéril afán coleccionista que, al igual que el nuevo rico que sólo compra libros para decorar su salón, tiene como único objeto el poder presumir de lo que tiene. Pero, al mismo tiempo, esta gente se escandaliza cuando les suben diez céntimos el precio del DVD virgen. No les preocupa el Euribor, ni la gasolina o el IPC, no: sólo los putos DVDs.
Admitámoslo: si el ordenador nos resulta una herramienta tan útil es porque, en gran medida, su uso está asociado al consumo de una cantidad brutal de material pirata. Algo que supone un gran negocio para unas empresas de hardware que no son precisamente OGNs, y que ha hecho que toda una generación de jóvenes haya crecido creyendo que Internet es una especie de surtidor sin límites, un grifo que sólo hay que abrir para encontrarse ante toda la música, cine y entretenimiento que deseen, de forma gratuita. Un bien cuyo valor nunca podrán llegar a apreciar, al no costarles absolutamente nada.